sábado, 29 de mayo de 2010

Juan Carlos Escudier, en el Diario Público.

Si algo ha conseguido esta crisis es barnizarnos con una gruesa capa de miedo. Salvo los muy ricos, que por no temer no temen ni al impuesto que les va a preparar Zapatero cuando se recupere del susto del jueves, el resto vivimos atenazados por el pánico. Es algo más que la inquietud lógica a que la empresa cierre, a que el jefe ajuste cuentas y nos dé el paseíllo hasta el INEM porque un día le miramos mal en la máquina del café o a que el banco se quede con la casa, con lo difícil que está encontrar ahora un puente libre.
No es el agobio normal de quien afronta una nueva situación con menos recursos sino un horror indescriptible a caer despeñados al sótano de la escala social. Tememos descubrirnos perdedores, y llegaríamos a vender nuestra alma al diablo para conservar ese Golf tan rojo que se pone a 100 en seis segundos y el adosado en las afueras, donde hacemos esas barbacoas estupendas con el vecino mientras comentamos que la cosa está muy mal, que lo de las autonomías es una ruina, que muchos parados son unos vagos a los que pagamos por no trabajar y que ya está bien de que a los inmigrantes les salgan gratis los tratamientos contra el cáncer.
Nos hemos instalado en una clase media ridícula, que aceptaría cualquier arreglo con tal de seguir en ese machito de opulenta mediocridad, y por eso respiramos aliviados cuando el ERE pasa de largo y se ceba en esos compañeros de al lado, a los que damos golpecitos en la espalda con mucho sentimiento mientras recogen la agenda, y no levantamos la voz cuando es a nosotros a quienes no recortan el sueldo, y seguimos callados cuando tipos con 80 millones de pensión nos dicen que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Hasta nos parecerá bien que a las abuelos les cobren por ir al médico, que lo de la artrosis en la tercera edad en un cuento chino y nos cuesta un riñón.
Escuchamos aterrados las visiones apocalípticas de esas elites económicas que ven el futuro en los posos de café y en los restos de farlopa de sus espejitos, y hasta los ateos rezamos para que siga habiendo pensiones cuando nos jubilemos, como si fueran una concesión por la que tengamos que estar agradecidos. Quizás tanto miedo acabe por activarnos el resorte de la dignidad. A los perdedores que se rebelan no puede asustarles la derrota.

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