Se supone que estas últimas jornadas deberían haber sido días de celebración. Admito que la venganza es el placer más mezquino que puede desear el ser humano, y que tan sólo los santos laicos, como Gandhi o Nelson Mandela, han logrado anteponer la generosidad del perdón al sabor agridulce de la revancha.
Yo, que soy un pecador impenitente y rencoroso, saludé con júbilo el levantamiento del secreto del sumario de la trama Gürtel para comprobar lo que siempre habían aconsejado los gourmets de la política: que la venganza es un plato que se debe tomar frío. Es tan grande el menú, viene a nuestras mesas tan lentamente, que por fuerza llega frío y ya no es necesario soplar cada tajada del banquete de folios para tragarlo. Huele y sabe a podredumbre, a corrupción, a prepotencia, a chulería. No sé ni siquiera si me va a sentar bien la digestión.
Se supone, digo, que deberíamos estar de celebración los que creemos que la existencia misma del Partido Popular es un sarcasmo de los dioses. Pero más que un sumario es la constatación del sentido patrimonial de una derecha que jamás fue vencida, incardinada en todos los púlpitos, juzgados y centros de poder político y económico. La que cree firmemente que la impunidad es una herencia genética.
Como prueba, los fascistas siguen celebrando impunemente en la basílica de los Jerónimos, con sus banderas y uniformes, “el aniversario del triunfo sobre los enemigos de Dios” hace 71 años. Son los herederos políticos de los golpistas, que van desde el sagrario a los juzgados, todavía con la hostia a medio disolver entre sus fauces, para acusar a Garzón por atreverse a denunciar los crímenes de sus papás.
Y lo más terrible es que allí, en el trono supremo, una cohorte de jueces admite a trámite sus denuncias en lugar de meter en la cárcel a los denunciantes por apología del fascismo. A ver cómo diablos celebramos nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario