Hace unos cinco años, estuve trabajando durante unos meses montando y desmontando unas máquinas (andamios eléctricos) en uno de los barrios-monstruo de Madrid y para ello, necesitaba de la ayuda de un camión grúa. Éste estaba conducido por un tío de unos 40 años, majo a no poder más, que en confianza me contó su historia. Una historia que me parecía de otro tiempo, de otra generación.
Él (y todos sus colegas) eran yonkis. Coca, caballo, lo que hubiese siempre que fuese para pasárselo bien. Por supuesto, llegó el momento en el que tenían que elegir consumir menos o conseguir más dinero y decidieron lo segundo.
Entonces empezaron a "hacerse" joyerías y algún que otro banco. Imaginaos la pasta de la que disponían y lo "poco" que les costaba conseguirla, de tal modo que, cuando se estaba terminando "solo" tenían que volver a coger la pipa, y en marcha.
Por supuesto, para que esta historia terminase bien, tuvieron que pasar muchas cosas malas, no hay mal que por bien no venga y todo eso, pero lo que me pareció aleccionador de aquello no fue lo obvio, sino que, cuando tienes mucho, demasiado, y no te cuesta trabajo (ni a ti, ni a quienes te rodean), menos aún te cuesta desperdiciarlo, arriesgarlo todo por esa bacanal de poder, falso poder en ese caso, pero, al fin y al cabo, en su mundo, en su vida, eran los reyes: tenían cuanto querían y eran respetados y temidos por igual.
Pues, bien, me recuerda mucho, mucho a los famosos mercados, a los cabrones que juegan con el precio de los alimentos de más de la mitad de la humanidad (como nos recuerda hoy el gran Manolo Saco en su columna de Público), importándoles bien poco lo que se llevan por delante o lo que dejan detrás. En fin, avaricia, derroche y falta total de ética y respeto. Unos auténticos hijos de puta, por muy respetables que sean sus arostocráticas madres; unos verdaderos maleducados por muchos Masters que tengan; gentuza, por muchos trajes y deportivos que luzcan; terroristas, por muy buena imagen que tengan.
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